sábado, 10 de enero de 2009

UNA DEFINICIÓN

El encanto de ciertas personas se encuentra en que no son conscientes de sus encantos y por eso saben llevarlos con naturalidad. El arte de no saberse “artístico” es tan antiguo como el mundo y el ejemplo más contundente de su especial mecánica puede apreciarse en la naturaleza, ese ser que nos cuestiona y no se cuestiona a sí mismo. He ahí la clave del éxito de aquello que atrapa nuestras miradas.

Si le hubieran preguntado si se consideraba una persona con “encanto” hubiera contestado negativamente. No lo sabía y no le interesaba. No había pensado en ello. Se limitaba a vivir, a respirar, a continuar corriendo en su pequeño mundo que rara vez giraba fuera de su eje. A lo largo de los años se había fabricado una rutina tan cuidadosamente engranada que era indispensable un cataclismo cósmico para hacerlo variar de actividades.

Por supuesto, de vez en vez algo pasaba y por instantes, minutos y horas su mundo se pintaba de otro color. Los amigos, el clima, el tránsito, los cambios en la cartelera del cine. No se negaba esos pequeños placeres, esos lazos con la humanidad. No se puede ser siempre un misántropo, es necesario cambiar de máscara y de disfraz, fabricarse otra faceta. Lo hacía con gusto, era divertido y hasta agradable detenerse frente al espejo y encontrar otros guiños en su mirada, una luminosidad distinta. Pero ambos, el original y la copia, sabían que no era permanente, que era parte del juego. Por unas horas, bien valía la pena correr el riesgo.

Escaparse de sí mismo era como arrojarse al vacío sin paracaidas. Era observar cambiar un paisaje ya conocido, pasar del otoño al invierno y del invierno a la lujuriosa primavera. Era sonreirle a un extraño. La sensación de vértigo resultaba asfixiante.

Su vida cotidiana estaba plagada de minúsculos acontecimientos triviales que no osaba desdeñar.

Una noche se había sorprendido calculando cuantos preciosos segundos tarda una lágrima en resbalar por una mejilla para finalmente disolverse en el pavimento.

No se permitía quejarse en voz alta. Aceptaba con cierta ironía el camino que había elegido. No negaba sus sinsabores, sus accesos de amargura, su rabia irracional, su imperfección, sus ridículas demostraciones de genialidad. Sí, podía ser antipático, antisocial, anti humanidad; lo era, pero también podía ser necesario.

Su encanto era la suma de sus imperfecciones físicas, emocionales, tal vez espirituales: los ojos tristes llenos de una absurda esperanza, las manos de pianista, una igenuidad –para ciertas cosas- inusitada cuando se tienen más de veinticinco años, un toque de picardía, de maldad, el egoísmo astutamente disfrazado de necesidad; su secreta angustia y sus muchos miedos.

No parecía ser así.

Eran tan él, tan normal. Sus amigos lo describían como “serio, agradable, raro”, y a él le gustaba. La ambigüedad era satisfactoria. Era bueno no decir, no ser, perderse en la masa. No tenía nombre ni domicilio para el mundo, sólo para los allegados, y eso era suficiente.

Una noche se había descubierto hablando en voz alta en una calle vacía y sonrió al darse cuenta que amaba el sonido de sus palabras.

Como muchos solitarios, usaba bufanda, lentes y cargaba a todas partes el libro en turno. Tolstoi, Murakami, Shakespeare. Leía con voracidad, sin orden, dos o tres a la vez, engullendo las palabras como si hubiera ayunado toda la vida. Y no comía mucho, porque la comida no es necesaria para vivir.

A veces reía tanto que no percibía el instante en que la risa se había convertidó en llanto. Entonces se levantaba y caminaba de un lado a otro con las manos en la cara, ocultando la evidencia. ¿Y para quién la ocultaba, si en la haitación no había nadie más? Por supuesto, la ocultaba para el ser que en cualquier momento podía salir de sus entrañas y burlarse de sus debilidades.

Una noche se abrazó a sí mismo y ese abrazo lo rescató de la muerte.

Muchas personas lo habían mirado alguna vez con cierto interés, lo habían amado y lo habían odiado. Algunos lo habían idolatrado. Él no sabía, no había querido saberlo. ¿Para qué?

Se estaba acostumbrando demasiado a la soledad. Se estaba cubriendo de hielo.

Era otoño. Amaba el otoño, con sus luces melancólicas y sus árboles desnudos, con su frío y sus promesas. Lo amaba, a pesar de los escaparates que venden las fiestas de fin de año como quien come pan frente a los pobres.

Eran las cinco de la tarde. Entró al café de siempre y pidió lo mismo que cada viernes, para hacer honor a su rutina: chocolate con menta. Se sentó en su esquina, junto a la ventana. Puso su libro sobre la mesa y la bufanda a cuadros sobre el asiento. Otro atardecer literario. Si se cansaba de leer, podía desviar un poco la vista del papel e internarse en la compleja poesía de la ciudad.

La ciudad. A pesar de todo, la amaba.

Del otro lado alguien dibujaba sus movimientos, deseando poder pintar sus pensamientos sobre ese cuerpo.

Lo observaba. Sí, claro, no iba a negarlo. Tenía el encanto de lo sencillo y una belleza particular que en ese momento no podía describir o clasificar.

Era patético pensar así de un desconocido, pero hay hábitos que no pueden eliminarse.

A las 7:30 se levantó, pagó los tres chocolates con menta que había bebido, guardó su libro, se anudó la bufanda al cuello y salió a saludar a la ciudad y sus luces, sus escaparates de lujo, sus avenidas y sus calles, sus silencios y su magia.

Alguien no dejó de verlo hasta que se perdió entre la muchedumbre.

Esa noche, al acostarse, se preguntó si su vida estaba cambiando porque se sentía tontamente feliz.

En otro lado alguien sonreía en la oscuridad, preguntándose si esa cosa absurda que los entendidos llaman amor existe.

Perla Mendoza

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